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El loro que pedia libertad
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El loro que pedia libertad
El loro que pedía libertad
Publicado por Miguel Ángel Santos Guerra
| 16 Marzo, 2013
La hipocresía es detestable. Querer aparecer ante los demás siendo quien no se es, manifestar con la palabra unas convicciones que niega la forma de vivir, resulta una falsedad odiosa. es tolerable. La falta autenticidad es un clamoroso engaño hacia los demás y, a veces, hacia uno mismo.
Se trata de personas que dicen que es muy importante la solidaridad pero que no son capaces de desprenderse de un euro acogiéndose a las disculpas más diversas. Que hablan de la responsabilidad pero que no son capaces de actuar con un mínimo sentido del deber. Que sermonean sobre la importancia del esfuerzo pero que no son capaces de levantarse puntualmente.
Se trata, en definitiva, de personas que hilvanan un discurso coherente y fundamentado sobre los valores pero que no son capaces de llevar a la práctica aquellas ideas y propuestas que tenían tanta consistencia y tanta belleza en los labios.
Es el caso de los sacerdotes que predican desde el púlpito la castidad y que están instalados en odiosas prácticas de pederastia. De los políticos que hablan de justicia y tienen las arcas rebosantes de lo que han robado a sus conciudadanos. De los profesores que invitan a sus alumnos a ser apasionados lectores y son incapaces de leer un libro de cincuenta páginas. De los médicos fumadores, de los jueces venales, de los ecologistas pirómanos, de los policías corruptos y de los banqueros ladrones… Mejor sería que se callasen. No, mejor sería que hubiera coherencia entre los hechos y los mensajes que lanzan a los demás. ¿Qué sentido tiene un discurso que contradicen los hechos? ¿A quién puede persuadir?
Quiero ejemplificar lo dicho hasta aquí con una historia que leí hace tiempo en el libro “Aplícate el cuento”, de Jaume Soler y M. Mercé Cananglia.
Es la historia de un loro muy contradictorio. Hacía muchos años que vivía en una jaula muy cómoda que su propietario, un anciano acomodado, mantenía limpia y con el agua y alimento necesarios.
Cierto día el anciano invitó a un amigo suyo a su casa para compartir un sabroso te de Ceilán. Los dos hombres estaban en el salón de la casa, situados muy cerca de la ventana, al lado de la jaula donde estaba el loro. De pronto cuando ambos estaban tranquilamente tomando su te, el loro se puso a chillar con insistencia:
- ¡Libertad, libertad, libertad!
Todo el tiempo que estuvo el invitado en la casa, el loro no dejó de reclamar libertad de forma desgarradora. Hasta tal punto influyó su grito, que el invitado ya no pudo saborear su te con tranquilidad y decidió acabar su visita. Cuando salía por la puerta seguía oyendo el vehemente grito del loro:
- ¡Libertad, libertad, libertad!
Pasaron los días y el invitado seguía pensando en aquel desgraciado loro prisionero. Tanto y tanto le preocupó el estado del animalito, que decidió liberarlo. Sabía a qué horas hacía su compra el anciano y decidió aprovechar su ausencia para sacar al loro de la jaula.
Así lo hizo. Se apostó al lado de la casa y, cuando salió el anciano, entró de forma sigilosa. Llegó al salón donde el loro seguía chillando desgarradoramente:
- Libertad, libertad, libertad.
Se acercó a la jaula y abrió la puerta de la misma. Entonces el loro, aterrado, se lanzó hacia el lado opuesto de la jaula aferrándose con el pico y las uñas a los barrotes. Y negándose a abandonarla.
El invitado se marchó confuso y apenado. A pesar de tener la puerta de la jaula abierta, el loro continuaba quieto en el fondo de la misma y seguía chillando una y otra vez:
- ¡Libertad, libertad, libertad!
El loro solo hablaba de libertad, pero no la quería. El loro gritaba pidiendo libertad pero, cuando se le abrió la jaula, prefirió el cautiverio. El loro pide libertad, pero prefiere seguidad y comida. Clama por la libertad, pero se siente más cómodo entre los barrotes. La historia del loro que pedía libertad tiene dos vertientes igualmente importantes. Una se refiere a la necesaria coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Y la otra a la coherencia entre lo que se aconseja y lo que se es. Lo que el loro debería decir, según esa actitud manifestada al ver la puerta de la jaula abierta es:
- ¡Seguridad, seguridad, seguridad!
Si el loro pudiera entendernos le diríamos (ahora pienso en algunos destinatarios que las entenderían de punta a cabo):
- Anda, cállate, no seas cínico. Tú no quieres la libertad, tú solo hablas de ella. No nos engañes. Quédate en la jaula con tu comida, tu bebida y tus cuidados. Eres un falso, eres un hipócrita. O un estúpido que te engañas a ti mismo. Pero si te engañas a ti mismo, allá tú. No nos metas en el juego de tu falsedad. No nos hagas creer lo que no es.
Ese doble discurso de la palabra y de los hechos, esa flagrante contradicción entre lo que se predica y lo que se hace, resultan muy dañinas para la sociedad. Porque hacen que se instale en el tejido social una corriente de hipocresía y de cinismo.
Le oí decir a Humberto Maturana, en una visita que hace años hizo a nuestra ciudad: “Yo creo que cuando uno tiene que enseñar algo, es porque ese algo no surge solo en la vida… Tenemos que enseñar porque aquello que enseñamos no lo estamos viviendo. Yo creo que ese es el verdadero problema con los valores”.
La consecuencia del mal ejemplo no es solo la escasa eficacia para el aprendizaje de aquello que se pretende enseñar; es, sobre todo, la generación de un clima de hipocresía que conduce al desprecio y a la explícita o solapada hostilidad. Esa doble forma de ser y de vivir, despierta un rechazo y una condena contundentes en aquellos que son catequizados.
En efecto, cuando uno ve a personas con esa cara durå (cata de feldespato, diría yo) siente desprecio y agesividad. Porque ellos saben lo que hacen y son conscientes de que sus palabras nada tienen que ver con los hechos. Saben perfectamente que sus comportamientos desmienten sus mensajes. Deberían, cuando menos, callarse.
Lo dice claramente el refrán español: una cosa es predicar y otra dar tirigo. En algunos de los casos que comentamos, no solo es que esas personas hipócritas que lanzan un discurso tan maravilloso no dan trigo sino que expanden la porquería a raudales. Habría que pedirles, para empezar, algo muy sencillo:
- Cállense, por favor.
Publicado por Miguel Ángel Santos Guerra
| 16 Marzo, 2013
La hipocresía es detestable. Querer aparecer ante los demás siendo quien no se es, manifestar con la palabra unas convicciones que niega la forma de vivir, resulta una falsedad odiosa. es tolerable. La falta autenticidad es un clamoroso engaño hacia los demás y, a veces, hacia uno mismo.
El loro gritaba pidiendo libertad pero, cuando se le abrió la jaula, prefirió el cautiverio.
Todo el mundo conoce a personas que niegan con los hechos aquello que predican, reclaman y aconsejan con la palabra. Dicen que es muy importante la libertad pero están atenazados por mitos, estereotipos, mandatos y esclavitudes de diverso tipo. Dicen que es muy importante luchar contra la injusticia pero son ellos mismos quienes la siembran por doquier. Dicen que es fundamental el respeto a las mujeres desde una óptica de igualdad, pero ellos se pasan la vida agrediendo a su pareja.Se trata de personas que dicen que es muy importante la solidaridad pero que no son capaces de desprenderse de un euro acogiéndose a las disculpas más diversas. Que hablan de la responsabilidad pero que no son capaces de actuar con un mínimo sentido del deber. Que sermonean sobre la importancia del esfuerzo pero que no son capaces de levantarse puntualmente.
Se trata, en definitiva, de personas que hilvanan un discurso coherente y fundamentado sobre los valores pero que no son capaces de llevar a la práctica aquellas ideas y propuestas que tenían tanta consistencia y tanta belleza en los labios.
Es el caso de los sacerdotes que predican desde el púlpito la castidad y que están instalados en odiosas prácticas de pederastia. De los políticos que hablan de justicia y tienen las arcas rebosantes de lo que han robado a sus conciudadanos. De los profesores que invitan a sus alumnos a ser apasionados lectores y son incapaces de leer un libro de cincuenta páginas. De los médicos fumadores, de los jueces venales, de los ecologistas pirómanos, de los policías corruptos y de los banqueros ladrones… Mejor sería que se callasen. No, mejor sería que hubiera coherencia entre los hechos y los mensajes que lanzan a los demás. ¿Qué sentido tiene un discurso que contradicen los hechos? ¿A quién puede persuadir?
Quiero ejemplificar lo dicho hasta aquí con una historia que leí hace tiempo en el libro “Aplícate el cuento”, de Jaume Soler y M. Mercé Cananglia.
Es la historia de un loro muy contradictorio. Hacía muchos años que vivía en una jaula muy cómoda que su propietario, un anciano acomodado, mantenía limpia y con el agua y alimento necesarios.
Cierto día el anciano invitó a un amigo suyo a su casa para compartir un sabroso te de Ceilán. Los dos hombres estaban en el salón de la casa, situados muy cerca de la ventana, al lado de la jaula donde estaba el loro. De pronto cuando ambos estaban tranquilamente tomando su te, el loro se puso a chillar con insistencia:
- ¡Libertad, libertad, libertad!
Todo el tiempo que estuvo el invitado en la casa, el loro no dejó de reclamar libertad de forma desgarradora. Hasta tal punto influyó su grito, que el invitado ya no pudo saborear su te con tranquilidad y decidió acabar su visita. Cuando salía por la puerta seguía oyendo el vehemente grito del loro:
- ¡Libertad, libertad, libertad!
Pasaron los días y el invitado seguía pensando en aquel desgraciado loro prisionero. Tanto y tanto le preocupó el estado del animalito, que decidió liberarlo. Sabía a qué horas hacía su compra el anciano y decidió aprovechar su ausencia para sacar al loro de la jaula.
Así lo hizo. Se apostó al lado de la casa y, cuando salió el anciano, entró de forma sigilosa. Llegó al salón donde el loro seguía chillando desgarradoramente:
- Libertad, libertad, libertad.
Se acercó a la jaula y abrió la puerta de la misma. Entonces el loro, aterrado, se lanzó hacia el lado opuesto de la jaula aferrándose con el pico y las uñas a los barrotes. Y negándose a abandonarla.
El invitado se marchó confuso y apenado. A pesar de tener la puerta de la jaula abierta, el loro continuaba quieto en el fondo de la misma y seguía chillando una y otra vez:
- ¡Libertad, libertad, libertad!
El loro solo hablaba de libertad, pero no la quería. El loro gritaba pidiendo libertad pero, cuando se le abrió la jaula, prefirió el cautiverio. El loro pide libertad, pero prefiere seguidad y comida. Clama por la libertad, pero se siente más cómodo entre los barrotes. La historia del loro que pedía libertad tiene dos vertientes igualmente importantes. Una se refiere a la necesaria coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Y la otra a la coherencia entre lo que se aconseja y lo que se es. Lo que el loro debería decir, según esa actitud manifestada al ver la puerta de la jaula abierta es:
- ¡Seguridad, seguridad, seguridad!
Si el loro pudiera entendernos le diríamos (ahora pienso en algunos destinatarios que las entenderían de punta a cabo):
- Anda, cállate, no seas cínico. Tú no quieres la libertad, tú solo hablas de ella. No nos engañes. Quédate en la jaula con tu comida, tu bebida y tus cuidados. Eres un falso, eres un hipócrita. O un estúpido que te engañas a ti mismo. Pero si te engañas a ti mismo, allá tú. No nos metas en el juego de tu falsedad. No nos hagas creer lo que no es.
Ese doble discurso de la palabra y de los hechos, esa flagrante contradicción entre lo que se predica y lo que se hace, resultan muy dañinas para la sociedad. Porque hacen que se instale en el tejido social una corriente de hipocresía y de cinismo.
Le oí decir a Humberto Maturana, en una visita que hace años hizo a nuestra ciudad: “Yo creo que cuando uno tiene que enseñar algo, es porque ese algo no surge solo en la vida… Tenemos que enseñar porque aquello que enseñamos no lo estamos viviendo. Yo creo que ese es el verdadero problema con los valores”.
La consecuencia del mal ejemplo no es solo la escasa eficacia para el aprendizaje de aquello que se pretende enseñar; es, sobre todo, la generación de un clima de hipocresía que conduce al desprecio y a la explícita o solapada hostilidad. Esa doble forma de ser y de vivir, despierta un rechazo y una condena contundentes en aquellos que son catequizados.
En efecto, cuando uno ve a personas con esa cara durå (cata de feldespato, diría yo) siente desprecio y agesividad. Porque ellos saben lo que hacen y son conscientes de que sus palabras nada tienen que ver con los hechos. Saben perfectamente que sus comportamientos desmienten sus mensajes. Deberían, cuando menos, callarse.
Lo dice claramente el refrán español: una cosa es predicar y otra dar tirigo. En algunos de los casos que comentamos, no solo es que esas personas hipócritas que lanzan un discurso tan maravilloso no dan trigo sino que expanden la porquería a raudales. Habría que pedirles, para empezar, algo muy sencillo:
- Cállense, por favor.
gurneado- Expulsados
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